En un acto en Tecnópolis, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, anunció la aprobación final de dos eventos biotecnológicos: la soja resistente a la sequía y la papa resistente a virus.
“Estos dos eventos biotecnológicos nos permiten ser el sexto país del mundo, junto a Brasil, Cuba, Indonesia, China y Estados Unidos, en producir este tipo de biotecnología. Son eventos económicos y sociales porque van a producir más y mejores alimentos para toda la humanidad”, señaló la primera mandataria.
La aprobación fue ratificada por el Servicio Nacional de Sanidad y Calidad Agroalimentaria (SENASA) dependiente del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Pesca. En abril, había hecho lo mismo la Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria (CONABIA), también dependiente de la cartera de Agricultura.
Más allá del primer golpe de vista inocente, estos organismos que están encargados de las autorizaciones lejos están de ser “independientes” o realizar estudios profundos sobre las consecuencias medioambientales a la hora de introducir nuevos productos biotecnológicos en los campos: el gobierno suele tercerizar las investigaciones en organismos controlados por estas multinacionales del agronegocio.
Tal cual señala el periodista Darío Aranda, “las multinacionales Monsanto, Bayer, Syngenta y Dow son algunas de las empresas que tienen injerencia en la aprobación de los transgénicos que esas mismas empresas impulsan”. En la CONABIA, por ejemplo, más de la mitad de sus integrantes pertenecen a estas empresas o tienen estrechas vinculaciones.
Desde la llegada del kirchnerismo al gobierno, 26 semillas transgénicas (soja, maíz, papa y algodón) fueron aprobadas siguiendo los mismos lineamientos: estudios de impacto ambiental precarios que suelen omitir bibliografía científica sobre los efectos nocivos de los agrotóxicos.
La simbiosis entre las autoridades gubernamentales y las empresas del agro se ve reflejada, además, en la forma en que terminan saliendo estas “autorizaciones”: los expedientes de aprobación son secretos y la consulta pública – establecida por ley – es, por demás, inexistente.