Las discusiones en torno a los establecimientos educativos tomados van desde el programa de Eduardo Feinmann, el elitismo del Nacional Buenos Aires y la iglesia de San Ignacio de Loyola. Los reclamos de los estudiantes continúan invisibilizados.
Cada vez que hay una toma (universitaria o de colegios secundarios), una huelga o un corte de calle, la reacción de buena parte de la opinión pública suele reproducirse automáticamente: “Que vayan a laburar”, “Que vayan a estudiar”, “Prefieren tomar la escuela/cortar la calle antes que estudiar/laburar”. La simplificación y la consecuente tranquilidad que brindan las certezas encuentran su correlato ideal en este tipo de respuestas difundidas, generalizantes, excluyentes y funcionales.
El reclamo de estudiantes y docentes por la aplicación de la Nueva Escuela Secundaria de Calidad (NESC), que homologó la Nación en todo el país y a la que el Gobierno de la Ciudad se plegó, forma parte, en este sentido, de un nuevo capítulo de una ya vieja historia.
La NESC surge como respuesta a las pautas establecidas para todas las provincias por el Consejo Federal de Educación. Dicho Consejo fue creado por la Ley de Educación Nacional, redactada y promulgada por Kirchner y Filmus en 2006. La aplicación en el Gobierno de la Ciudad corresponde a un programa propio, elaborado por el gobierno de Mauricio Macri, bajo los lineamientos generales dispuestos a nivel nacional. De hecho, las resoluciones del Consejo Federal establecen un piso de 10 orientaciones por distrito, posibilitando así al líder del PRO recortar alrededor de 140 orientaciones en la Capital Federal y reducir la carga horaria de materias como “Historia” y “Geografía”, o convertir en extracurriculares y optativas materias como “Música” y “Plástica”.
Con ello, el vaciamiento de las especializaciones y la devaluación de los títulos secundarios estarán a la orden del día, sumado al aumento progresivo de la oferta en la educación privada (que creció sin parar en la última década), los posgrados arancelados y los terciarios pagos.
Pero los alumnos no serán los únicos perjudicados. De conjunto, la reforma implica un recorte de horas docentes, recortes salariales y hasta la pérdida del empleo. “Los docentes suplentes perderán sus horas en el mismo momento en que se apliquen los cambios, y los interinos, si no pueden ser reubicados (…) los titulares que no sean reubicados estarán un año cobrando el sueldo y manteniendo el cargo, y al año siguiente sólo con el cargo y luego pierden todo”, aseguraron desde la Asociación de Enseñanza Media y Superior (Ademys).
Confirmando el reclamo estudiantil, desde la asociación docente afirmaron que en ningún momento “hubo instancias democráticas de diálogo reales para debatir las reformas” y pidieron “que se generen estos espacios y que las determinaciones sean vinculantes, es decir, que tengan incidencia real sobre los cambios”.
Por estas horas, son 13 los establecimientos educativos tomados y muchos más los que se han adherido a los reclamos, apoyando a sus compañeros y concurriendo a las marchas. A diferencia del año pasado, cuando el kirchnerismo todavía mantenía un céntimo de distancia ideológica con el macrismo y le daba algo más de visibilización a las razones de fondo de los reclamos estudiantiles en sus multimedios, los alumnos de las escuelas porteñas ya no piden por el mal estado de los edificios o que dejen de caminar las ratas en clase, ni siquiera por el aumento de las becas: quieren, por lo menos, discutir los contenidos de su educación y no sólo dejarlos en manos de los burócratas de turno.
Con todo esto, la percepción de que los alumnos sólo toman los colegios “para jugar a la play o al fútbol”, “para tocar la guitarra” o “para no estudiar”, perdería su base de sustento. Sin embargo, el debate en torno a las tomas estudiantiles oscila entre los insultos y desplantes de Eduardo Feinmann, la totemización del Nacional Buenos Aires, los intrascendentes y elitistas argumentos de quiénes fueron al colegio en el pasado y se opusieron a las vueltas olímpicas, la intrusión de cinco adolescentes en la iglesia San Ignacio de Loyola, así como también las subsecuentes pintadas y lemas anticlericales (con sobrados antecedentes en la política argentina del siglo XX, incluyendo al propio Perón que reivindican la mayoría de los que se aprestan a condenar los hechos).
Estaría bueno, en cambio, dudar y discutir por qué buena parte de los políticos, periodistas y la misma Iglesia condenan enérgicamente una pintada; perdiendo esa misma intensidad a la hora de condenar a un sacerdote pedófilo, cuando no lo omiten por completo.
Por qué los mismos que reiteran a ultranza la necesidad de construir más escuelas siguen sin preguntarse para qué mas escuelas, para qué otras cuatro paredes donde los chicos casi que no aprenden, casi que no comen y casi que no van.
Los mismos que tienen miedo de los que dudan y discuten, los de las certezas, son los que no permiten a los estudiantes secundarios darse el derecho de dudar y discutir.