Quedaron atrás los tiempos en que los integrantes de la monarquía eran amos y señores de todo; aquellos que derrochaban oro y sangre en su nombre. Cada vez más cuestionados, intentan maquillar su utilidad y justificar su continuidad mediante la caridad, una imagen de austeridad y de acercamiento a la gente.

Los nuevos cambios económicos que trajo aparejados la revolución industrial no hicieron más que firmarle el acta de defunción a buena parte de las monarquías absolutistas.  Las sucesivas revoluciones liberales y burguesas de fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX sumado al creciente cuestionamiento de los privilegios nobiliarios y al poder absolutista por parte de la burguesía en ascenso, no hizo más que socavar las bases del Antiguo Régimen.

Con la idea de nación y el surgimiento de los estados modernos se dió paso a una nueva forma de concebir la legitimidad del poder; imposible ya de situar en la elección divina y consaguínea de los reyes y sus herederos.

Pero algunas monarquías resistieron los embates y sobrevivieron bajo la forma de monarquías constitucionales o parlamentarias, aunque cediendo buena parte del poder fáctico que antiguamente detentaban: tal es el caso de Inglaterra, Holanda, España y algunos países nórdicos, entre otros.

Sin embargo, aún así, el declive de las instituciones monárquicas ha sido muy pronunciado durante todo el siglo XX. La idea de una sociedad democrática que intenta ser igualitaria se volvió incompatible con el mantenimiento de los privilegios heredados y la ostentación de la riqueza.

Sólo en ciertos países la nobleza pudo conservar una cierta legitimidad. Este es el caso, por ejemplo, de Inglaterra, donde la actuación de los Reyes durante la Segunda Guerra Mundial quedándose en el palacio durante los bombardeos alemanes en Londres le valieron un reconocimiento y gratitud por parte del pueblo y la opinión pública. Donde aún subsisten, la aceptación de la fórmula en la cual el rey reina pero no gobierna constituye la base del mantenimiento de las monarquías constitucionales.

Pero ya entrado el nuevo milenio el agotamiento es evidente. Beatriz de Holanda, que tras 30 años de reinado se despidió esta semana de “su” pueblo, advirtió antes de irse al nuevo rey Guillermo-Alejandro que “el poder no puede dotar de contenido hoy a la Monarquía”. 

Ese es el desafío que asumen como propio las monarquías del siglo XXI: reesignificar la institución, darle un nuevo sentido para así justificar su existencia. Los intentos por “modernizar la casa real” y “acercarse a la gente” apuntan en esa dirección.

 

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